miércoles, 5 de octubre de 2011

Los que se resisten a morir (undécima entrada)

 La historia se perfila, los dioses demuestran ser más humanos de lo que ellos mismos quieren creer, y Devan se prepara para hacer frente al resto de su vida como siempre supo que lo haría, como siempre lo hacemos todos aunque creamos que no es así: solo.

Tenía ganas de escribir esta parte, porque no todos los días puede uno replicarle a los dioses, a las grandes respuestas y al conocimiento universal. Hay momentos, cuando todo se nos antoja inútil, en los que uno necesita creer únicamente en su propia arrogancia. 


Tengo que releer toda la historia y adaptar el ritmo a una lectura diferente a la de un blog, que es un poco caótica y avanza a saltos. Cuando esté completa la revisaré y la colgaré en un único archivo para que puedas disponer de ella con más comodidad, en diferentes formatos y estructurada como es debido. Dentro de unas pocas entradas, creo.



LA HISTORIA DEL ANGEL, LA DIOSA Y LOS CONDENADOS A MUERTE

Durante casi dos horas, Zazu se explayó a gusto. Habló de física y metafísica, de relatividad y de religión. Le contó a Devan todo aquello que él siempre había querido preguntarle a Dailyn, o que había preguntado sin obtener una respuesta clara a cambio. Empezó escuchando muy atentamente y con interés, pero al cabo de un tiempo ocurrió un hecho curioso.

Dejó de importarle.

Ver a la muerte de cerca cambia muchas cosas. Una de ellas es cómo nos enfrentamos al mundo y a la adversidad. Aprendemos a darle importancia a detalles que antes pasábamos por alto, y al revés. También se desarrolla un fuerte interés, a veces religioso, por saber lo que nos deparará el futuro.

¿Qué hay después de la muerte? A esa pregunta estaba respondiendo Zazu cuando Devan pasó a formar parte de una pequeña minoría de personas que, sabiendo que van a morir en breve, no les importa lo que haya después. Simplemente pasan de todo, y lo único que quieren es vivir bien. Aceptan que la vida no durará para siempre y lo hacen sin resignación ni lástima. Son de esas personas que sonríen de forma despectiva, apagan el cigarrillo con el pie y se marchan caminando lentamente hacia el sol poniente. Es una forma muy útil de enfrentarse a un futuro que, lo conozcas o no, te va a alcanzar igualmente.

Así que, mientras Zazu se esforzaba en expresar con palabras una compleja estructura de la existencia, Devan reinterpretaba lo que escuchaba para que realmente le sirviera de algo. Para entender a Dailyn, que era lo único que a esas alturas le importaba.

Zazu era un pez gordo, un tipo importante, de los que los tipos aún mas importantes utilizan para arreglar las cosas. Tan pronto lo enviaban a una empresa para reorganizar al personal, cortar algunas cabezas y generar beneficios, como le habilitaban un despacho junto a un gabinete de gobierno, para que asesorara a los políticos antes de que tomaran ninguna decisión. Viajaba mucho, y en sus viajes siempre le acompañaba Dailyn, porque ella era muy jovencita y tenía que mucho que aprender.

Al principio todo iba bien, ella se adaptaba muy bien en cada traslado, hacía amigos y conocía diferentes tipos de personas, y él se iba haciendo más importante y ganando cada vez más y más dinero. Pero en una ocasión, en un pueblo de mala muerte, las cosas se torcieron.

Zazu estaba allí para controlar la construcción de una fábrica nueva. No era un gran proyecto, ni era novedoso ni contaría con equipamiento moderno, pero alguien tenía que hacerlo. Y allí fue donde Dailyn hizo malas amistades.

Tenía un nombre difícil de pronunciar, y para abreviar lo llamaban Eliah. Era un muchacho joven, apenas mayor que Dailyn. Se cayeron bien desde el momento en el que se conocieron, y comenzaron a pasar mucho tiempo juntos.

Eliah era un chico tímido y reservado, hijo de otro pez gordo igual que Zazu. Un día, Dailyn le sorprendió diseccionando a un ratón. “Es para el colegio”, la dijo. “Nos han dicho que tenemos que mirar lo que llevan dentro todos los seres vivos”. Y ella no le creyó.

No fue la única vez, por supuesto, y con el tiempo él dejó de mentirla y de ocultarse. Ella vio crecer su curiosidad y, con ella, el ansia por ver morir algo que estuviera vivo, como una adicción, una necesidad fuertemente arraigada en lo más profundo de su carácter.

Ella se asustó.

Me das miedo —le dijo en una ocasión.

Tú a mí también —respondió él. Y Dailyn no supo qué decir.

Le pidió a Zazu que se marcharan de ese pueblo, pero ya era demasiado tarde. Eliah sabía cómo olía ella, y podía olfatear su rastro fuera donde fuera. Desde aquel momento se dedicó a seguirla, moviéndose despacio pero sin detenerse nunca, y Dailyn aprendió a no quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar, porque antes o después aparecía él, siempre siguiendo sus pasos, siempre husmeando a su alrededor, y su ansia y su miedo crecían cada vez que se encontraban. El dinero y los socios de Zazu no podían detenerle, porque Eliah se encontraba igual de bien relacionado que él. Todos aquellos que tenían contacto con Dailyn se impregnaban de su esencia, y él las encontraba, uno a uno, y uno por uno les arrancaba la vida, a veces a pedacitos y a veces de un tirón fuerte y rápido, como se arranca la piel a un animal muerto.

Dailyn dejó de viajar con Zazu. Sus movimientos se convirtieron en erráticos, menos predecibles pero también más lentos e inseguros. Vivían en los mismos lugares pero se movían por separado, para que resultara más difícil encontrarla. En uno de sus viajes conoció a Devan, un adolescente que la llamaba desde la oscuridad de su cuarto, como si encendiera una emisora de onda corta y preguntara “¿Estás ahí, Dailyn?”. Y ella, que nunca había conocido a nadie que la buscara sin que ella se hubiera dado a conocer previamente, sintió curiosidad y se acercó a él.

Fueron buenos tiempos. Estableció un fuerte vínculo con algunas personas, pero nunca de frente, nunca dejándose ver, nunca demasiado cerca. Tenía miedo de Eliah, de que se presentara ante ella con su mirada tímida y nerviosa, diciéndola “me sigues dando miedo”, mientras de sus manos colgaba la vida de Devan, gastada e inútil. Estaba convencida de que eso es lo que ocurriría si se daba a conocer.

Un día la dijeron que Eliah la había encontrado y decidió marcharse, lejos, sin despedirse y sin correr riesgos. Sabía que sus amigos no lo entenderían.

Al cabo de un tiempo supo que Devan había desarrollado un cáncer y que iba a morir, y pensó que, en realidad, bien podía darle una sorpresa. Se lo merecía, ¿no?


Zazu había terminado de hablar hacía ya un buen rato, pero Devan no se había dado cuenta. Dailyn guardaba silencio, sentada en un rincón de la habitación con Sopa entre sus brazos. No quería intervenir en esa conversación.

¿Y bien? —dijo finalmente Zazu—. ¿Qué opinas, Devan? ¿Tienes algo que decir?

Devan se terminó la cerveza, despacio, para ganar unos segundos más de tiempo. Los sentimientos desfilaban ante su corazón como modelos en una pasarela, todos atractivos y vestidos a la última, pero con ropas imposibles de llevar en el mundo real. Al final se decidió por el más bajito, feo y extravagante de todos ellos: el desprecio.

Se levantó y, en silencio, cogió una chaqueta. Era noche cerrada y en la calle haría frío.

¿Qué es lo que opino, Zazu? Opino que te has montado una historia de cojones. Que faltaste a tu palabra y que me has contado toda tu vida para evitar decirme que lo sientes. Opino que cometiste un error de cálculo con Eliah, que te niegas a aceptarlo y que lo estás pagando desde entonces. Y que yo no os he pedido nunca una explicación.

Sí lo has hecho.

Os he pedido una disculpa y no habéis tenido valor para dármela. Detesto a la gente que se excusa.

Zazu se levantó, visiblemente ofendido. A Devan le pareció que era más grande, más corpulento y fuerte de lo que parecía cuando estaba sentado.

No te atrevas a volver a insultarme. He venido aquí libremente a ofrecerte una explicación que no tengo por qué darte.

¿Y qué harás si vuelvo a insultarte, Zazu? ¿Pegarme? ¿Matarme? No hay nada que puedas quitarme, no te tengo miedo. Pero sí siento por ti un profundo desprecio. Sabías que Eliah podía aparecer, pero nunca dijiste nada, ni Dailyn ni tú. Me da igual quien sea él o lo que pueda hacer, me da igual si es una alegoría del diablo, de la crueldad del hombre o si es un espíritu que disfruta haciendo daño. No nos dijiste nada porque no querías reconocer que te daba miedo. Eres un cobarde, Zazu. Eres un cobarde, tú y todos los de tu especie, que nos tratáis como a niños pero no tenéis valor para enfrentaros a nosotros.

Por un instante, pareció que Zazu iba a abalanzarse sobre Devan. Estaba alterado, con el rostro rojo y congestionado, y le temblaban las manos de pura rabia.

No quiero saber nada de espíritus o de dioses —continuó Devan—, no sois mejores que las personas. Me voy a dar un paseo, y cuando vuelva no quiero que estés aquí. No quiero volver a verte nunca.

Estaba abriendo la puerta de casa cuando Dailyn se acercó corriendo hasta él.

¡Devan! ¿Y yo? ¿Qué ocurre conmigo?

Se detuvo, contuvo un suspiro y tardó un instante en volverse. Cuando lo hizo, apretó los labios y cerró fuerte la mandíbula para que la niña no viera que temblaba. Pasó un dedo por su cara, con delicadeza, casi sin rozarla, como si acariciara a un recuerdo.

Tú ya no me debes nada y yo te perdoné hace tiempo —dijo con suavidad. Apenas le temblaba la voz—. Puedes irte si quieres, ya encontraré a alguien que cuide de Sopa. Gracias por haber venido, gracias de verdad. Por los momentos que hemos pasado juntos y por recordarme lo que es mi vida. Ya no me resisto a morir, Dailyn. Ya no tengo miedo.

Se marchó sin cerrar la puerta. Según se alejaba escuchó un pequeño maullido de Sopa, que se había encontrado la puerta de la habitación cerrada y quería irse a dormir, un murmullo airado de Zazu, del que sólo entendió las palabras “arrogante” y “cabrón”, y un pequeño sollozo de Dailyn. Salió con intención de dar un paseo de una hora más o menos. Estaba convencido de que, cuando volviera a su casa, ella ya no estaría allí.

No se equivocó.

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