lunes, 17 de octubre de 2011

LOS QUE SE RESISTEN A MORIR (duodécima entrada)


Gracias por tu paciencia. 

Llevo un tiempo dándole vueltas a la historia, pensando "esta entrada no es buena" o "esta parte debería contarla de otro modo", y me he dado cuenta de que he perdido la intención con la que comencé a escribirla. 

Quería desahogarme. Quería escribir algo rápido, ágil, sin darle muchas vueltas y dejándome llevar. Cuando lo termine ya tendré tiempo de revisarlo todo y de pulirlo, pero de momento, lo que tengo que hacer es continuar.

Y eso estoy haciendo. Esta misma semana colgaré otra entrada. Ya que a Devan le queda poco tiempo, lo menos que puedo hacer es escribir sobre él lo más rápido que pueda. 




Al día siguiente, Devan se levantó con el maullido de Sopa en la puerta de la cocina. Se dirigió hasta allí, arrastrando los pies y con una ligera sensación de opresión en la cabeza. Abrió el frigorífico, bebió un largo trago de agua muy fría que hizo que la cabeza le doliera aún más, y dio una loncha entera de jamón cocido a la gata, que ya empezaba a mostrar su impaciencia.

El salón estaba vacío. Devan se quedó de pie, en la puerta, mirando el sofá. Sobre el cabecero reposaba, bien doblada, la manta con la que se tapaba la niña por las noches. La mesa se encontraba recogida y limpia, los cedés de música en sus cajas y el suelo barrido. Dailyn había limpiado la noche anterior, antes de irse con Zazu.

Se preguntó dónde se encontraría. Si había aprendido algo de ella en los días que habían pasado juntos, habría dormido en casa de alguno de sus amigos, posiblemente con Néstor y Andros, aunque le daba la sensación de que Néstor y Zazu no se llevarían muy bien. Entre los dos tenían un ego que no cabía en una única habitación.

A pesar de que era algo parecido a una diosa, y de que Zazu tampoco era un ser humano, sabía que había leyes que ni siquiera ellos podían esquivar. Tenían un cuerpo humano al que vestir, alimentar y cuidar, y de un modo u otro no podían desentenderse de esa obligación. El cuerpo les permitía pasear por el mundo y hablar con las personas, saborear un buen vino y disfrutar del calor del sol sobre la piel, pero a cambio pasaban frío por las noches, se despertaban con hambre por las mañanas y sentían miedo de la oscuridad.

Devan se dio cuenta de que sabía mucho sobre cómo funcionaba el mundo con ellos dentro, mucho más que la mayoría de la gente, incluidos físicos, filósofos y teólogos. También se dio cuenta de que no le importaba demasiado, de que el vacío del sofá era mucho mayor que el de la ignorancia. De no haber querido saber, quizá habría podido disfrutar más tiempo de la compañía de Dailyn. El conocimiento, sin embargo, no tiene marcha atrás.

La ignorancia —dijo en voz alta imitando la voz de Cifra, el traidor de Matrix—, es la felicidad.

Nunca le había prestado demasiada atención a esa frase. De haberlo hecho, probablemente no habría querido hacerse los análisis que le dieron la mala noticia y el cáncer ya lo habría matado.

Por la tarde se hizo un análisis de sangre y le dieron cita para su primera sesión de quimioterapia.

Se ajustó al ritmo de vivir solo de nuevo. Se acostaba y se levantaba más tarde, comía peor, ya que le apetecía menos cocinar, y perdía el tiempo viendo viejas comedias en la tele que no le hacían reír. La casa, eso sí, siempre se encontraba limpia y recogida. La razón bailaba entre que Dailyn podía aparecer de nuevo y quería demostrarla que podía cuidar de sí mismo, y que en cualquier momento el tumor podía atacar una zona vital de su cerebro. Si perdía de forma repentina la facultad de manejarse por sí mismo, no lo encontrarían tirado entre basura y suciedad.

Acudió a la primera sesión de quimio algo nervioso. “¿Me dolerá?” era la pregunta que se hacían todos la primera vez. No importaba lo que dijeran los médicos o los demás pacientes, había que pasar por ello. Se tumbó en una cama bastante cómoda, le cogieron una vía y le colocaron un goteo. Estuvo allí tumbado casi dos horas, leyendo una revista, aburrido casi, mientras comprobaba que, efectivamente, no le dolía nada, y que en realidad no era para tanto.

Puede que esta tarde o mañana tengas náuseas —le había dicho el médico—, pero no serán muy fuertes, los efectos secundarios en las primeras sesiones no se notan tanto.

Hay gente que lo pasa muy mal desde la primera sesión, ¿no? —había respondido él, nada convencido.

Cada paciente es diferente, y las dosis y los tratamientos también son específicos en cada sesión, así que no te fíes de las experiencias de los demás. Ya me contarás dentro de tres semanas.

Salió de allí andando, algo mareado pero contento. “Esta es la famosa quimioterapia”, pensaba cuando volvía hacia su casa, “pues la primera sesión no ha sido para tanto”. Sin embargo, por la tarde aparecieron las náuseas y no pudo retener nada en el estómago. Pasó el resto del día mareado en el sofá y vomitando en el baño. La noche no fue mucho mejor.

Al día siguiente se levantó cansado, pero con apetito y con el estómago asentado. Comió algo ligero y salió a pasear para que le diera el aire. Echaba de menos la compañía de Dailyn, pero no sentía la necesidad de hablar con nadie. Incluso había pensado acudir a algún grupo de ayuda, de los que prestan atención psicológica a enfermos terminales, y decirles “Fijaos en mí, voy a morir dentro de poco y sé que no es importante excepto para unas pocas personas. Vuestra vida continuará, igual que cuando vosotros muráis, la vida del resto del mundo seguirá su curso”. Por alguna razón le parecía una idea alentadora. “Siempre amanece”, solía decir Dailyn cuando él se ponía pesimista. Se prometió que, cuando acudiera a la segunda sesión de quimio, se acercaría a hablar con alguien. Porque Dailyn había marchado, pero la vida seguía.

Comió en su casa, por si acaso volvían a marearse. Realizó algunas consultas por internet y llamó a un amigo al que hacía años que no veía. Cuando se acostó esa noche, se sintió orgulloso de las decisiones que estaba tomando.

Se levantó descansado, fuerte y animado. Nada más vestirse, se acercó hasta la estación de autobuses y sacó un billete de ida y vuelta a la ciudad que lo había visto crecer, donde vivía el único de sus amigos del pasado al que le quería contar su experiencia con Dailyn. Desayunó leyendo el periódico, para hacer tiempo, y vomitó hasta el vaso de agua que había bebido nada más levantarse. Ya empezaba a acostumbrarse a vivir con nauseas. “Esto es como un embarazo”, había bromeado en la fiesta de su casa con los vecinos, “tengo un montón de células que se reproducen de forma incontrolada, y dentro de unos meses mi vida cambiará para siempre”. En su momento le había parecido gracioso, pero estaba empezando a sospechar que su malestar no estaba producido únicamente por la quimio. El tumor seguía creciendo.

Se lo tomó con resignación, porque no tenía otra opción. Se limpió bien, se enjuagó la boca con un elixir para quitarse el mal sabor, y se relajó en el autobús con un libro que había empezado la noche anterior, Sivainvi, que narraba la historia de un hombre convencido de que había contactado con una entidad divina. La lectura exigía toda su atención y le obligaba a centrarse y a no divagar. El tiempo pasó volando.

El autobús llegó a su destino más tarde de lo previsto. Se había citado en la única cafetería de la estación. Nada más cruzar la puerta, vio a su amigo, de espaldas, sentado en una mesa junto a una ventana. Miraba a través de ella, sin ver, como si al otro lado, en vez de una ruidosa terminal repleta de vehículos y gente, hubiera un prado con vacas pastando.

Hola, Salem —le dijo al acercarse.

¿Pero qué...?

Nadie te llamaba así desde hace mucho tiempo, ¿verdad? Llámame Devan, últimamente todo el mundo lo hace así y le voy cogiendo el gusto.

Salem, que obviamente no estaba acostumbrado a ese apodo de su adolescencia, se levantó despacio y, aunque se veía que tampoco estaba acostumbrado a hacerlo, le dio un abrazo a Devan.

Tío, no sabes cuánto lo siento, lo siento muchísimo, joder.

Bueno, ahora ya lo sé —respondió él con una sonrisa—. Pero no lo sientas por mí, que no me gusta. Cuando te cuente todo lo que te tengo que contar, ni te acordarás de mi cáncer.

Se sentaron, Devan pidió una infusión y algo suave de comer, y durante dos horas estuvo hablando sin que Salem le interrumpiera ni una sola vez. Le habló de Dailyn, de sus amigos, de Zazu y de la historia que éste le había contado. También le habló de sus miedos, de sus decisiones y de su esperanza de vida. Cuando terminó, se sintió como si se hubiera quitado de encima un peso enorme, aunque no sabía bien si por haber compartido la historia de Dailyn o la de su enfermedad. Aceptar y compartir las dos experiencias era algo a lo que tenía que enfrentarse antes o después, y se alegraba de haberlo hecho de una sola vez. “Ya es oficial”, pensó. “Dailyn me ha visitado y voy a morir”. Entonces, y sólo entonces, se dio cuenta de que por la cara de su amigo resbalaba una lágrima.

Estás llorando —dijo.

¿Tú no lo harías? Me dices que Dailyn era real, que lo sigue siendo, y que te vas a morir —respondió él. Y comenzó a hablar, a contar su historia y todo lo que le había ocurrido desde que habían perdido contacto.

Su vida no había sido placentera. Se había casado y se había divorciado. Vivía de alquiler en un piso pequeño mientras contribuía al mantenimiento de una hija a la que apenas veía.

No te confundas, Devan —aclaró—. No es el típico lamento de divorciado, adoro a mi exmujer y a mi niña, y si no la veo más es por falta de tiempo, no porque su madre se niegue a que pasemos más tiempo juntos. Ella se ha vuelto a casar y su marido es un buen tipo, que las quiere a las dos y que las trata bien. Simplemente no funcionó, igual que no me ha funcionado nunca. No sé qué es lo que espero de una relación pero no lo encuentro, me encierro en mí mismo y la gente acaba cansándose de mí, y a veces creo que voy a vivir siempre solo, ¿comprendes?

Claro que te comprendo. Quieres una relación que le dé sentido a tu vida. Buscas dioses y sólo encuentras personas. Esperas respuestas y sólo encuentras más preguntas. Yo no he sido capaz de ser feliz, feliz de verdad, hasta hace muy poco. Pero, ¿sabes una cosa? No ha sido Dailyn quien me ha traído la felicidad. Ha sido el cáncer.

¿Perdón?

Es una cuestión de aceptación, Salem. Ser consciente de que voy a morir, de que el mundo va a seguir girando cuando yo me vaya, de que Dailyn seguirá existiendo independientemente de que lo haga yo... Para Daylin yo ya estaba muerto, ¿no lo entiendes? Ella ve el tiempo desde fuera. Yo siempre estaré vivo en este momento, y ya he muerto hace mucho si me observas desde el futuro. Todos estamos ya muertos y el mundo sigue existiendo, igual que existía antes de que naciéramos. ¿Ves a dónde quiero llegar?

Si me vas a decir que te has hecho de una secta —dijo Salem con una sonrisa—, no quiero saber nada.

No, coño. Lo que quiero decirte es que voy a morir y que el tiempo que he pasado con Dailyn me ha hecho valorar la importancia de la vida, la que tiene, ni más ni menos. ¿Por qué se ha presentado frente a mí y no frente a ninguno de vosotros?

¿Porque estás como una cabra?

Porque yo nunca quise matar a nadie para demostrar mi amor por ella. Porque ella es vida y es necesaria, igual que Eliah es muerte y es necesario. Y yo soy el único que podía comprenderlo.

Salem guardó silencio mientras pensaba.

Yo la amaba tanto como tú —le dijo a Devan—, tanto como todos los demás.

Lo sé, Salem, pero la amabas tanto que estabas dispuesto a morir y a matar por ella, y eso nos alejaba de sus misma esencia. Dailyn no se mostró ante mí hasta que no acepté que iba a morir en breve. Creo que buscaba alguien que no la tomara demasiado en serio, que se limitara a aceptarla como lo que es, con sus virtudes y sus defectos. Si valoras la vida más de lo necesario, acabas haciendo cosas que no debes por conservarla.

Guardaron silencio durante un largo rato. Devan pidió dos cervezas (una sin alcohol), y cuando se las trajeron propuso un brindis.

Por Dailyn, y por todo lo que nos hace sentir.

Por Dailyn y por nosotros, joder —respondió Salem —. Hablamos de la diosa de la vida y la creación, tan mal no lo hicimos si llegamos a conocerla. Aunque fuera en sueños.

Devan sonrió. Le gustaba esa actitud. Pero por dentro, en lo más profundo, sabía que su amigo no comprendía lo que le estaba contando. Ella no se rodeaba de gente que se resistía a morir, sino de gente que aceptaba su mortalidad. “Hasta que no vayas a morir, Salem”, pensó, “no conocerás a Dailyn, y eso si tienes suerte”. Pero no le dijo nada. 

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