jueves, 16 de junio de 2011

Los que se resisten a morir (tercera entrada)

BREVE ENTREVISTA CON EL AUTOR

P: ¿Podrías explicar el argumento de la historia?
R: Claro. Pero mejor otro día.

FIN DE LA ENTREVISTA

Como quien no quiere la cosa, esta entrada parece que finaliza con una escena de final de episodio piloto, con la presentación de los actores ya formalizada y la trama definida. No era mi intención, pero al menos se le da sentido al título.

A partir de aquí mejora, al menos en una de las direcciones. Creo. 

* edit: he cambiado algunas cosillas sin importancia. si ves alguna falta o algo fuera de lugar, no dejes de avisarme. gracias mil.


Devan se levantó con la resaca de una noche de mierda, cansado y mareado, con el mal cuerpo que se queda después de haber visto todas las horas pasar por la esfera del reloj.

Seguía sin haber tomado una decisión, pero al menos había conseguido plantear la pregunta en una sola frase: ¿seis meses de vida útil o un año de hospital? Era una buena pregunta. Y quien responde sin rubor ni dudas que prefiere unos meses de buena vida es porque no se ha puesto en el pellejo de Devan. Morir nos aterra. A todos. Incluso a los que creen en el cielo y se consideran tan buenas personas que creen que viajarán al paraíso.

Desayunó un café. Echó de menos un cigarrillo. Había dejado de fumar hacía al menos dos años, una nueva patada en el culo del irónico y arrogante destino. Seguía deseando dar unas caladas a algo que echara humo cada mañana al despertar y al mediodía, después de comer, pero al menos ya no se planteaba fumarse la orquídea del salón que, por alguna razón, era la única planta que no interesaba a Sopa y, por lo tanto, la única que sobrevivía en su casa.

Terminó el café y se preparó otro. Esa mañana tenía que hacer una llamada poco agradable y una visita menos agradable aún. La llamada era a su trabajo para avisar de que no iría a fichar.

—Ya sabes que tienes que traer el justificante médico, ¿no?

—No, no lo sabía, Susana, hija mía —dijo a Susana, que no era su hija sino la persona que cogía el teléfono en su empresa—. Sólo llevo trabajando diez años en la empresa y, fíjate, es la primera vez que falto al trabajo. Si no cuentas las bajas que me he cogido el último año, claro.

Susana no respondió, pero no porque no tuviera nada que decir, sino porque el sarcasmo para ella era una palabra que no existía más allá de los autodefinidos.

—Que sí, que mañana llevo el justificante —continuó Devan—, y ya de paso me despido de vosotros.

—Vale, hasta mañana.

Y colgó. Ni le había escuchado. Esa fue una de las últimas veces que Devan se preguntó cómo permitían a esa persona coger el teléfono en su empresa. Sí, por supuesto, era la novia del hijo de uno de los jefes, pero sin duda habría otro puesto en el que no se notara tanto que era una lerda. Haciendo de armario, sujetando una puerta o, aunque ya exigía un esfuerzo quizá excesivo, ejerciendo de pisapapeles.

La visita desagradable que tenía que hacer esa mañana era a su médico habitual, para informarle de la última visita al oncólogo y pedir la baja permanente. Nada de “cuando mejores vienes y te doy el alta”. Esta vez no habría vuelta al trabajo. No habría mejoría. Y aunque no le apetecía nada pasar por él, era uno de esos trámites que tenía que hacer para poder cobrar la baja y tener dinero hasta que muriera.

¿Cómo se llamaba en esos casos? ¿Baja o pensión? Se le hacía raro pensar que a su edad iba a estar jubilado. ¿Podría entrarle a alguna chica en un bar?

—   Hola, me llamo Devan, soy pensionista.

No, definitivamente no era una buena idea. Tampoco se le ocurrían buenas alternativas.

—   Hola, me llamo Devan y me estoy muriendo. ¿Alguna vez has echado un polvo por compasión? Me estoy muriendo. ¿Ya te lo había dicho?

—   Hola, me llamo Devan y tengo un tumor en el cerebro que me dice que eres muy guapa.

En ese momento se dio cuenta de que estaba empezando a desvariar y de que, en el fondo, no le apetecía nada ligar con nadie, ni conocer a nadie, ni ver a nadie. La sonrisa que iluminaba su cara por las tonterías que estaba pensando se borró cuando se dio cuenta de que estaba llorando. ¿Sería una consecuencia de su enfermedad, no enterarse de que se le escapaban las lágrimas? La pena se hacía notar cuando menos lo esperaba. Para él no había cinco estados de duelo: se había saltado la negación, la ira y la negociación. No había tenido tiempo para ellos y directamente se había deprimido, al tiempo que aceptaba la verdad, la cruda certeza de que le quedaban unos pocos meses de vida. No podía pensar en ello sin que un peso enorme le bloqueara el pecho y le oprimiera hasta que su alma sólo podía emitir un largo grito, interminable, de esos que profieres cuando quieres que el sonido que sale de tu garganta ahogue tus propios pensamientos. Así que se obligaba a divagar en todas direcciones excepto en una. 

A veces no funcionaba, la mente se escabullía sin que se diera cuenta, y de ahí la sal en sus mejillas.

 No le dio más vueltas, había que ser práctico y el tiempo que pasaba compadeciéndose de sí mismo era tiempo perdido. Tiempo no le sobraba. Se afeitó, se arregló, dejó un trozo de jamón de york en el suelo de la cocina (para cuando Sopa se despertara) y salió a la calle, dispuesto a sonreír al menos una vez cada día de su vida, con o sin lágrimas.

No hay nada como la actividad. Fue al médico, esperó pacientemente su turno y salió de la consulta a los diez minutos, prometiendo volver a la semana siguiente para hablar de tratamientos paliativos. Y para que el médico comprobara, le daba la impresión a Devan, de que no se había colgado de la lámpara del salón. Y eso que no había mostrado signos de depresión. 

Era listo, el médico, porque ese era el problema. Cuanto más ignoras tus emociones, había leído en una ocasión, más fuertes se vuelven.

Entró en una cafetería para tomar algo, porque necesitaba un poco de rutina y de vida normal antes de dirigirse a su trabajo. Pidió un café y se sentó en una mesa. Nada como leer la prensa con un café caliente a la hora del almuerzo de los curritos, haciendo como que te importa el mundo en el que vives.

—   Perdona —le dijo un tipo al poco de abrir el periódico —. ¿Lo estás leyendo?

Devan le miró extrañado. Lo tenía en las manos. Abierto. Sus ojos pasaban por las letras transformando las imágenes en palabras. El misterioso acto de la lectura.

—   ¿Tú que crees? —respondió.
—   Creo que, como lo tienes del revés, no lo estás leyendo y me lo puedes dejar.

Devan juraría que, en el silencio que se produjo a su alrededor, se podía escuchar algún grillo. Miró la página por la que había abierto el periódico: era de economía. Ya le había parecido extraño que los índices de paro hubieran mostrado tanta mejoría los últimos meses.

—Me has pillado —admitió—. Así que te has ganado el derecho al periódico. Toma.

Se lo entregó con una sonrisa, y con una sonrisa lo cogió el hombre, que se sentó en la barra y lo abrió por la sección de deportes. Aunque era una cuestión de probabilidades, teniendo en cuenta que ocupaba casi la mitad del contenido, a Devan no le gustó nada.

“Si lo sé”, pensó, “no se lo doy”. Pero lo había hecho porque, para empezar, efectivamente no lo estaba leyendo, y porque además, hacía tiempo que el mundo le había dejado de interesar.

Miró por la ventana, hacia la plaza que había junto a la cafetería. Era un día de lluvia, pero no de esa tormenta que te impide caminar y que entristece el cielo, sino una lluvia ligera, de la que limpia el aire y refresca el ambiente. La gente caminaba por la calle con más o menos prisa. Algunos parecía que agradecían mojarse un poco, como si el agua fuera una buena excusa para no parecer impecables, para dejar que el traje se ensuciara un poco, relajar el cuerpo, dejar que salieran las arrugas y decir “vaya, me ha pillado la lluvia y vengo hecho un asco”.

Devan pidió otro café, sólo, largo, que le sirvieron muy caliente en una taza grande. Era casi negro y desprendía un aroma intenso. Recordó una cita que había leído en una ocasión en un sobre de azúcar:

“Negro como el demonio,
caliente como el infierno,
puro como un ángel,
dulce como el amor.”

Descripción de una taza de café, Principe Talleyrand, s.XVII


El café por las mañanas siempre le animaba, le daba la sensación de que por delante le esperaba un día activo, productivo, de los que te dejan agotado y pensando “ha estado bien”. Pocas veces se había podido permitir relajarse de ese modo en una cafetería un día entre semana, ya que su trabajo era bastante absorbente.

“Era”. Ya no volvería a trabajar.

. La gente a su alrededor vivía a un ritmo diferente, hacía una pausa rápida y se marchaban para seguir trabajando, excepto los parados y jubilados que miraban su consumición con un ligero gesto de aburrimiento.

Se sintió relajado, como si su mundo girara un poco más despacio, con menos prisas. Alguien se acercó a él por detrás y le puso una mano en el hombro.

— Hola, Devan —dijo.

Y el tiempo, durante un instante, se detuvo. Porque nadie le llamaba Devan, nadie, nunca. Ese no era el nombre que aparecía en su DNI, ni un apodo de los amigos, ni nada parecido. Era un nombre que ya nadie recordaba y que no se había pronunciado en voz alta desde hacía muchos, muchos años.

Devan era el nombre que él había elegido para llamarse a sí mismo. Así se había hecho llamar, en un ritual pagano realizado en un bosque, cuando fue bautizado por segunda vez a los diecisiete años. Había sido un ritual celta de comunión con la tierra, de los que se pusieron de moda con la Era de Acuario y que sirvieron para enriquecer a  tantos escritores de libros de autoayuda. La Naturaleza se convirtió en su madre y el Viento del Norte en su padre, así de  básicas eran sus creencias y sus dioses, y dedicó muchos esfuerzos a lo largo de mucho tiempo para defender el planeta de las agresiones de los hombres. Luego se cansó, porque era una lucha imposible, y creció, y se alejó de todos aquellos que creían en lo mismo que él. Años más tarde desarrolló un tumor. Su propia naturaleza se había vuelto en su contra.

Y ahora alguien le llamaba por su nombre, el que durante tantos años fue el real y no aquel que le impusieron al nacer.

Tardó unos segundos en reaccionar. Entonces se dio la vuelta.

BREVE EXPLICACION SOBRE RELIGIONES, SECTAS Y DEMÁS

La religión responde a la necesidad del hombre de encontrar respuestas. A veces la pregunta es compleja, como “¿hay vida después de la muerte?” y a veces simple, como “¿por qué sale el sol por las mañanas?”. Algunas de esas preguntas tienen respuesta en la ciencia, y las otras también, sólo que la ciencia aún no lo sabe.

Las sectas son religiones sin suficiente dinero como para sobornar al gobierno de un país y hacerse legales. Vienen a ser como la diferencia entre el banco y la mafia: unos te prestan dinero de forma legal y los otros no. Unos te quitan la casa si no pagas, y otros te rompen las piernas. Cada uno tiene sus prioridades.

Los rituales y creencias que hicieron la adolescencia de Devan más llevadera no tenían nada que ver ni con religiones ni con sectas modernas. Se basaban en sociedades antiguas que hablaban del culto a la Tierra y de la necesidad del hombre de comprender y comunicarse con la Naturaleza, todo muy New Age y muy años 60, pero sin tantas drogas.

En estas creencias había una mujer. Siempre hay una, que ejerce su papel de amante, madre o bruja, a elegir. Las religiones por lo general no saben nada de la igualdad de la mujer.

Para Devan, esta mujer era una forma antropomórfica de la Naturaleza, una representación de todo aquello que puede amar un hombre (la amante), desear un niño (la madre) o temer un anciano (la muerte). Aunque para él no era más que una cara bonita. Recordemos que era un adolescente.
  
La mente de Devan volvió al presente, a la cafetería, a la lluvia tras la ventana y a la voz que lo había llamado por su segundo nombre. Y entonces se dio la vuelta.

Ante él no se encontraba una mujer de ensueño, de rizados cabellos y ropas agitadas por el viento, sino una niña, más bien bajita, de pelo corto y liso, y un rostro que alguien delicado se limitaría a definir como interesante. Se sentó frente a él con un café con leche enorme, de los de desayuno.

— ¿No vas a decir nada? —preguntó—. Pensé que cuando nos encontráramos serías más efusivo.

Devan meditó durante unos instantes. Su mente, acostumbrada a enfrentarse a los problemas desde ángulos extraños, pensó en varias posibilidades:

1. Alguno de los amigos de hacía muchos años atrás había dado con él y le estaba gastando una broma. Improbable.
2. La niña era una loca que por casualidad había dado con su nombre. Muy improbable.
3. El espíritu de la Tierra había tomado forma frente a él en forma humana. Rozando lo imposible. El margen de error era puro miedo.
4. Alucinaba debido al tumor. Lamentablemente, era una opción muy a tener en cuenta.

En ese momento se acercó una camarera con dos azucarillos extra para la niña, que aprovechó para pedir una tostada con mantequilla y mermelada. La camarera tomó buena nota de todo.

La alucinación era jodidamente buena. Su mente deseó fervientemente volver al punto 3, y ahí se quedó.

— Vete al infierno —dijo—. Te he esperado durante toda mi vida y te presentas ahora que estoy medio muerto.

La niña abrió los ojos en el gesto de sorpresa más teatral que Devan había visto nunca y le tiró la servilleta a la cara.

— ¡Menuda bienvenida! —dijo—. Después de todo lo que he pasado para venir a verte, después de todo lo que he hecho por ti… ¿y éstas son tus primeras palabras? ¿Así me lo agradeces?

— De acuerdo, de acuerdo —respondió Devan—. Discúlpame, no te enfades. Pero no montes una escena, porque la gente nos está mirando y eres demasiado mayor para ser mi hija.

— Disculpas aceptadas. Invítame al desayuno y te perdono. Y luego vamos a tu casa.

Devan se tapó la cara con la mano. Iba a ser un desayuno muy, muy largo.

— Lo primero es lo primero. Dime cómo debo llamarte.

— Dailyn está bien —dijo la niña—. Es como me llamabas hace años.

— Sí, pero por aquel entonces no me parecía un nombre tan rematadamente cursi, y El Señor de los Anillos era un libro y no una serie de películas. Suena muy élfico, no sé si me entiendes.

La niña reflexionó durante unos instantes.

— No me importa. Me gustaba entonces y me sigue gustando ahora. Además, ya hay mucha gente que me conoce por ese nombre.

— De acuerdo, Dailyn entonces. Pero… ¿mucha gente?

La niña conocida como Dailyn se puso seria. Bebió un trago de café para pasar el último bocado de tostada, y ya de paso aprovechó la pausa dramática.

— Sí, Devan, mucha gente —contestó—. Porque en contra de lo que crees yo existo en el mundo, siempre he existido, cuando creías en mí y cuando dejaste de hacerlo. Estoy aquí desde que la primera ameba se dividió,  antes de que la primera planta aprovechara luz del sol para crecer, que el primer animal aprendiera a alimentarse y, por supuesto, que el primer ser humano caminara sobre la tierra. Todo lo que vive contiene un pedazo de mí. Todo cuanto nace, cambia y muere sabe quién soy. Los hombres estáis tan ciegos que no me reconocéis, pero si vivís lo suficiente acabáis por aceptarme. No puede resultarte difícil de creer, porque ya lo has hecho antes. Rezaste porque apareciera algún día ante ti, Devan. Pues bien, aquí estoy.

Ese pequeño discurso, en boca de una niña, había convencido a Devan de la identidad de Dailyn más que si hubiera levantado las manos y se hubiera formado una pequeña tormenta a su alrededor, dentro de la cafetería. Se quedó sin palabras, una situación a la que no estaba acostumbrado. No sabía qué decir. Tan sólo sentía un ligero vacío en el pecho, tenía la sensación de que, de un modo u otro, y significara lo que significara, la llegada de Dailyn a su vida se había producido demasiado tarde.

Todo últimamente en su vida ocurría demasiado tarde. Enamorarse demasiado adulto, siempre había estado enamorado de la misma mujer con diferentes cuerpos, perder a su pareja cuando ya no sabía vivir sin ella, adoptar a Sopa, acudir al médico. Llegaba tarde a los momentos más importantes de su vida, y ya no le quedaban muchos. Sintió un sabor salado en los labios, y así se dio cuenta que, de nuevo, se le estaban escapando las lágrimas.

— ¿A qué tienes miedo, Devan? —preguntó ella.

— A morir —respondió—. Tan simple como eso. A no ver amanecer un día detrás de otro y maravillarme con los colores del cielo. A perderme grandes historias que nunca veré o leeré y que me harían soñar con mundos maravillosos. A marcharme antes que mi gata y que se quede sola, sin nadie que la haga ronronear y con la que se sienta segura. A despedirme de las personas que quiero y que aún no he conocido. A perderme. A que no haya nada más. A lo desconocido.

— ¿Sólo eso? ¿Eso es todo lo que te preocupa? Bueno, creo que podré ayudarte con algunos de esos miedos, Devan. Esta noche me vas a acompañar a conocer a algunas personas. Ya verás, te van a gustar. Algunos llevan viviendo varios siglos, y otros simplemente no pueden palmarla aunque quieran. Son de los que se resisten a morir.

Devan levantó una ceja, era uno de sus gestos ensayados delante del espejo. Una ceja tan sólo, no es fácil. Y resulta muy expresivo. De pronto sentía algo nuevo, diferente al miedo, a la autocompasión y a la pena. Sentía curiosidad.

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