domingo, 21 de noviembre de 2010

PRINCIPIOS


          La pérdida de la fe es algo devastador. Cuando tienes fe todos tus actos  tienen sentido, todas tus miserias ocurren por una razón. Incluso puedes justificar porqué les ocurren cosas malas a los hombres buenos. Todo importa.

Cuando dejas de creer ya nada te concierne. Tu escala de valores se derrumba y tu mente se desmorona, pidiendo a gritos una realidad a la que aferrarse. Yo alcancé esa realidad mediante la violencia.


Hace ya años que me dedico a matar personas. Suena extraño así escrito,¿verdad? Matar personas. Querría decir “matar a mis semejantes”, pero las vidas con las que acabo no tienen nada que ver conmigo. Es como si pertenecieran a otra jodida especie. No tienen absolutamente nada que ver con lo que yo soy y con lo que represento. ¿Queda claro?

Todo el mundo mata. Algunos con su pasividad, simplemente creyendo que se merecen la vida que llevan, dejando que medio mundo muera envuelto en su pobreza. “Yo no puedo hacer nada” es la excusa más común. Te reconoces en este grupo, ¿verdad? Es el más nutrido, sin duda, el más extenso, al que pertenecéis casi todos. Os importa una mierda el número de niños que mueren de hambre cada día, o las guerras que se libran lejos de vuestras vidas para procuraros un petróleo más barato. Como mucho, aliviáis vuestras conciencias con una donación mensual a una ONG, lo suficiente para no tener que cambiar de canal cuando aparecen noticias del tercer mundo, pero no tanto como para privaros de unas buenas cenas de restaurante todos los meses. Los más solidarios apadrináis a un niño. Y que viva la vida.

No os culpo. Es cierto, no podéis hacer nada. Yo tampoco. Así está el mundo. Pero lo que no soporto es la hipocresía con la que aceptamos esa verdad. Entiendo la postura, pero no la ceguera. Al menos, deberíais admitir que vivís mejor que la mayor parte del mundo porque os coméis su comida, os bebéis su agua y disfrutáis de lujos gracias a su miseria. Reconocer la verdad es lo mínimo que podemos hacer por ellos.

Pero no sois los peores. También están los que saben que están jodiendo al mundo y no les importa. Esos son los que más detesto. Los que sí pueden hacer algo pero no quieren hacerlo. Los que tienen el dinero y el poder para cambiar las cosas sin que su vida opulenta se resienta lo más mínimo, pero deciden no hacerlo por prestigio, por vagancia o dios sabe porqué. En esa categoría están los muy ricos, que al mismo tiempo son los auténticos gobernantes del mundo. Los que aparecen en televisión y recolectan nuestros votos no son más que marionetas sin poder alguno para tomar decisiones. Al menos quiero pensar eso, porque si creyera que realmente tienen la capacidad de cambiar las cosas y han decidido no hacerlo, probablemente acabaría atentando contra la vida de alguno de ellos, a mí me meterían diez tiros sin dudar un segundo, y todo seguiría igual.

Luego están los auténticos criminales, gente sin escrúpulos y sin moral alguna. Saben a ciencia cierta que han tomado el camino equivocado, lo admiten, y de una forma u otra obtienen su recompensa. A esos no puedo odiarlos. Al menos son sinceros, los muy bastardos. Y se esconden muy bien. Si me encontrara con alguno, probablemente sentiría el impulso de clavarle algo afilado y puntiagudo en alguna parte blanda de su cuerpo. Pero esas cosas sólo suceden en las películas y en los comics de justicieros enmascarados. La gente de la calle no tenemos esas oportunidades.

Eso me deja con la cuarta y última categoría, la que sí resulta accesible, a la que también detesto y contra la que sí puedo enfrentarme. Está formada por gente que hace daño a los demás, malas personas, las que hacen que tu día a día se convierta en una mierda, y que a diferencia de los asesinos y mercenarios, no obtiene nada a cambio de su conducta y, lo peor de todo, no sienten ni responsabilidad ni arrepentimiento alguno.

Me refiero a la gente que se excusa.

La que dice que no puede evitar pegar a su pareja o violar a una mujer. La que dice saber que actúa incorrectamente, pero que si no lo hace él, otros lo harán. La que dice que no hace nada malo. La que no sabe que genera dolor y una profunda tristeza a su alrededor, o no le importa hacerlo, porque sus emocionesno perduran y no llega a sentir remordimientos. Este grupo está formado por ignorantes y miedosos.

La mayoría de la gente con la que te cruzas por la calle no es más desconsiderada y agresiva porque tiene miedo a las represalias, no porque tenga una moral que le impida serlo. Si no hubiera leyes en contra de las violaciones, las agresiones se multiplicarían. Si no se penaran los robos, todos deberíamos caminar armados por la calle. La gente es cobarde, y no se atreven ni a atacar ni a defenderse por miedo a las represalias de la ley o de sus semejantes. De vez en cuando aparece algún héroe, pero por lo general acaba mal parado, en la cárcel o en un hospital. La mayoría se raja o esconde la cabeza.

Cuando no se limitan a negar la verdad.

Esos son básicamente los que forman mi grupo especial, los que me motivan, los que hacen que tenga sentido levantarme cada mañana. Y es curioso que prácticamente siempre sean hombres. Parecemos estar particularmente dotados para hacer daño. Eso ocurre porque somos más fuertes que las mujeres, creo yo, y crecemos con la curiosa creencia de que la fuerza nos otorga el derecho, nos lo repetimos una y otra vez hasta que al final nos lo terminamos creyendo. Al final va a ser cierto que somos una especie poco evolucionada, que hai ncrementado su capacidad intelectual sin eliminar los más básicos instintos animales.

No siempre he sido así. Antes yo era una persona feliz que dedicaba sus esfuerzos al bienestar de los demás. Yo, queridos amigos, crecí en una nueva era.

Durante mi juventud disfruté de algunos años maravillosos. Fue la época de la espiritualidad reencontrada, de la magia universal, de la comunión entre el espíritu del hombre y la naturaleza. Durante unos pocos años, las religiones tradicionales se vieron invadidas por una fuerte creencia en la fuerza del ser humano. Desde aborígenes australianos que veían espíritus a brujos sudamericanos que te drogaban con alucinógenos, por todas partes podías encontrar un occidental que descubría la magia ancestral del mundo, las respuestas a los grandes enigmas de la humanidad y te las servía en una cómoda edición de bolsillo, éxito de ventas asegurado. Grandes millonarios iluminados lo dejaban todo por una vida sencilla de comunión espiritual y jóvenes estudiantes recorrían un viaje iniciático de la mano de un viejo gurú. Todos tenían algo que enseñarnos, algo que debíamos aprender, vital para nuestra felicidad.

No sólo los enriquecí comprando cada una de sus obras, también los creí, a todos ellos, todas sus enseñanzas y todos sus misterios. Protegí mi vida con cristales de cuarzo y pirámides de cartón, y prediqué sus principios a amigos y conocidos. Entré en la era de Acuario lleno de vitalidad y entusiasmo, abandoné a mi arcaico dios crucificado y sustituí mis oraciones por mantras creados por y para los hombres.

Conocí a una mujer. Era, como yo, una persona necesitada de una verdad superior que diera sentido a las tragedias de su vida. Enfrentaba sus problemas laborales, familiares y económicos con una sonrisa y una inquebrantable fe en la bondad del género humano. Sé feliz, decían sus labios, pues sólo se vive una vez. Y yo la obedecía como un cachorro adoptado. Sé feliz, decían sus caricias, pues estamos vivos, y yo me abandonaba a ellas convencido de que la única verdad en el mundo se encontraba entre sus brazos.

Sé feliz, me dijeron sus ojos muertos cuando la miré por última vez. Y supe que, por mucho que la amara, jamás podría obedecerla.

Ella se llamaba Luz, y nunca hubo un nombre más apropiado para un ángel. El, por un curioso y divino capricho, se llamaba Gabriel. Como el vengador. Se habían conocido desde la infancia y amado desde la adolescencia. Ella resplandecía cuando sonreía a los demás, él se enfrentaba al mundo armado con sus puños y su impaciencia.

Luz se cansó de esperar. A que él cambiara, a que remitiera el temporal, a que brotaran las flores en el estiércol de su cerebro. Y un día se marchó, dejando a Gabriel llorando soledad y rabia. Y vino a mi lado, como tantas otras noches, como tantas otras discusiones. Pero en esta ocasión vino para quedarse. Y lo primero que hicimos fue viajar, viajar lejos.

Del mundo, de la realidad y de la paradoja. Primero dejamos la ciudad, y vimos un campo verde que inundaba la tierra hasta unirse con el cielo. Luego dejamos atrás los campos, y vimos montañas tan altas como nuestras pretensiones. Luego llegamos al mar, tan sereno como la paz que sentíamos al encontrarnos frente a frente. En una playa vacía una noche de luna llena, con el agua tapando nuestra desnudez, nos juramos la felicidad eterna que sólo pueden prometerse los ingenuos.

Ya sabéis cómo sigue la historia. Mucho amor, muchas flores iluminando nuestros días, y un frenazo en seco. Cuando llegué un día a casa y la encontré. Con los ojos abiertos, fríos, mirándome desde un lugar muy lejano. No respiraba mi aliento, su corazón no latía conmigo, su sangre no corría por mis venas y yacía derramada, desperdiciada por el suelo del salón.

Estaba muerta, y esa verdad era tan magnífica, tan pura, tan inconmensurable, que no pude menos que admirarla. Me olvidé de las pirámides, de los cuarzos y de las enseñanzas. Me olvidé de la comunión del hombre con la tierra, me olvidé de la limpieza del espíritu y de las malas vibraciones.

Me olvidé las llaves, la cartera y el reloj, pero no cerré la puerta sin antes coger el cuchillo de cocina más grande que pude encontrar y la dirección de Gabriel. 

Era un buen cuchillo. Anunciado en televisión. De los que cortan cualquier cosa. Así me sentía yo, como ese cuchillo. Y aunque no pude admitirlo hasta hace muy poco, durante unos instantes mi determinación era tan fuerte, mi deseo tan firme, que no había pensamiento capaz de distraerme ni fuerza capaz de doblegarme. Durante ese instante la venganza logró lo que ni dioses ni charlatanes habían conseguido: Darle un sentido a mi vida, un sentido único, implacable y verdadero.

Localicé a Gabriel. Nunca me han gustado los detalles escabrosos, así que puedo ahorrarlos. ¿Para qué contar una historia cuando ya sabemos el final? No sé si Luz sufrió antes de morir. Gabriel no lo hizo, apenas si se dio cuenta de lo que le ocurría hasta que murió, que es como vivimos la mayoría de las personas. Fue todo tan rápido que volví a casa antes de que nadie supiera de ninguna de las dos muertes. La suerte se alió conmigo y ni siquiera resulté acusado de nada. Nos os creáis lo que aparece en las series policíacas, matar y salir indemne resulta muy sencillo. No existen los policías encargados del caso. No hay tarjetas con un teléfono al que llamar a cualquier hora. Luz sufrió un robo en su casa y Gabriel tenía enemigos. Eso fue todo.

O casi todo. Porque Gabriel, además de contar con algún que otro enemigo que lo quería ver desaparecer, tenía una coartada impecable. Cuando me dijeron la hora de la muerte de Luz, comprobé que Gabriel se encontraba, en ese momento, bien sentado en su trabajo, atendiendo diligentemente a sus clientes. Hasta lo tenían grabado en vídeo y todo. Quizá se merecía morir por su estupidez, pero no por las razones que yo esgrimí para justificar mis actos.

Triste manera de morir, Gabriel, a manos de un error.

Poca gente está dotada para la maldad. Yo no era uno de ellos. Pero en mi vida se había cruzado una persona que sí lo estaba. Con un solo golpe, había cambiado drásticamente la vida de un montón de gente. Primero la de Luz, que abandonó el mundo sin poder despedirse de las personas a las que amaba. Seguro que eso es lo que más la dolió en sus últimos instantes. Luego la mía, al convertirme en un asesino, al mostrarme una forma más directa y práctica de centrar mis pensamientos, acallar toda distracción y permitirme vivir en un presente intenso y cortante. Y luego la de Gabriel, mi primera víctima. La única inocente, si es que existen de ese tipo.

Luz no había muerto por un ataque de celos, ni a manos de un imbécil incapaz de aceptar la verdad sobre la mujer a la que creía que amaba. Creía, digo yo, porque a veces las personas confunden sus sentimientos de una forma tan grotesca que me cuesta creer que sean honestos consigo mismos. Pero lo que me alejó de la realidad durante días, incapaz de comer o de dormir, era que Luz no había sufrido ningún robo. Tampoco la habían violado, y no tenía enemigos tan implacables como para provocar su muerte. Ni codicia, ni lujuria, ni venganza. Luz había muerto para satisfacer una necesidad espiritual, para calmar el ansia de otra persona. Siempre entregada a la felicidad ajena, Luz había dado su vida para que un desconocido pudiera sentir paz, aunque fuera durante unos instantes. Así de sencillo, de práctico y de inevitable. Esa era la razón por la que yo jamás podría volver a sentirme integrado en el mundo. Porque un deseo, tan sólo un deseo insatisfecho, puede ser suficiente para que un hombre pierda la capacidad de ser feliz  por el resto de sus días. Así de frágiles terminamos descubriéndonos.

Perdí la fe, tanto en el género humano como en una vida mejor. No hay redención para los hombres ni en la tierra ni más allá, pues nada bueno puede surgir de nuestra violencia innata. No hay justificación posible para un infierno en la tierra ni recompensa que merezca ninguno de nuestros actos. Las escasas muestras de bondad surgen del arrepentimiento y de la culpa, y no evolucionamos más que hacia el vacío, el horror de una existencia fútil.

Y así comencé a encontrar una razón para la existencia de un sol que aparece por el Este cada mañana, así aprendí a sentir algo de paz en un mundo de sonidos discordantes. Quizá, a base de matar una y otra vez, poco a poco, me iré convirtiendo en una persona diferente, como aquella que me alejó de Luz. Y quizá, al parpadear a un ritmo distinto, pueda encontrar entre vosotros a esa otra persona, ese semejante anónimo. Y mostrarle porqué ni él ni yo tenemos razón de existir. Porque no la hay.

Porque soy un hombre sin fe.

De algún modo tengo que dar sentido a mi vida. Lo hago mediante la vuestra. Porque la mayoría de vosotros sois gente decente, de la que no se puede esperar otra cosa que resignación ante el estado del mundo, pero que os detenéis a ayudar a un anciano a cruzar la calle o a consolar a un niño que llora. Pero seguro que alguno de vosotros, hijos de puta, pertenecéis al grupo de los ignorantes y los cobardes, o quizá al de los auténticos criminales, y de algún modo, algún día, nuestros caminos se cruzarán, y será toda una experiencia.

Es lo único que nos queda.

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Escribir sobre psicópatas y asesinos es liberador. 

Escribí ese relato en un arrebato de sinceridad, lo que sin duda se ha dejado notar en el estilo. Es inevitable terminar escribiendo sobre este tipo de personajes si uno pasa demasiado tiempo escuchando las noticias.

La idea inicial era escribir un blog con entradas sobre este personaje, aun sin nombre, pero con una personalidad formada, compleja y llena de matices que apenas si he podido mostrar en el relato. Quizá algún día le conceda la vida que merece.

La inspiración para este relato no la obtuve de un sueño, sino de una ensoñación. A veces también pueden ser muy crueles. El protagonista no es más que otra persona más que se considera con autoridad para juzgar y ejecutar, aun sabiendo que no es lo correcto. Al contrario de lo que ocurre en la vida real, el personaje no pertenece a la clase dominante. 

O quizá sí. Alguien más sabio que yo pensaba que el poder se encontraba en la oportunidad. Quizá tenga razón.

Obviamente, no está inspirado en ningún hecho real.






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