domingo, 21 de noviembre de 2010

Los Cinco Estados

Cuando despierto, una mañana de domingo, tomo conciencia de que me estoy volviendo invisible. Mi cuerpo desaparece de forma lenta, indolora e inevitable. Sucede de dentro a fuera, ya que no veo músculos, tendones o huesos. Tan sólo veo sábanas allí donde debería estar mi brazo, lo muevo hacia la luz y parece que el vello está dejando de existir. Como unos pequeños fantasmas, molécula a molécula, desaparecen de mi vista, esfumándose, cayendo tras una cortina opaca.

Me estoy volviendo invisible, desapareciendo, borrándome de la realidad, como si mis pies jamás hubieran hollado camino alguno, como si todos mis esfuerzos, mis proyectos, mis alegrías y decepciones jamás hubieran ocurrido. ¿No puedo acabar mis días y ser recordado, como todo el mundo?



Pues no. Para eso has de haber sido amado, según dicen. Ni siquiera el odio sobrevive al paso del tiempo. O te han querido como a nadie en el mundo o te pudrirás en el infierno de los olvidados. No puedo morir como una persona decente. La vida me está jodiendo hasta el final.

No es doloroso, ni siquiera desagradable. Tampoco es como si me estuviera difuminando, simplemente puedo ver perfectamente a través de algunas partes de mi cuerpo. No soy un cristal traslúcido, soy un espacio vacío, un hueco en el mundo.

Salgo de casa nada más vestirme. Me pongo unos guantes que cubran mis manos, o al menos lo que queda de ellas. Mi brazo izquierdo apenas consta de unos jirones de piel. Quiero hablar con alguien, sentarme en una barra y desayunar como si no ocurriera nada malo, como si yo fuera una persona normal. Al salir por la puerta de mi piso me cruzo con uno de mis vecinos, que me dedica una mirada fugaz y un ligero movimiento de cabeza a modo de saludo. Es su forma de comunicarse conmigo, de dedicarme un segundo de atención.

Como soy consciente de que mi vecino es un imbécil de los pies a la cabeza, no le hago mayor caso y bajo a la calle. Es un día nublado, de los grises amaneceres de invierno. Varias sombras se proyectan borrosas sobre las paredes, algunas de ellas corresponden a personas que caminan despacio, sin hacer ruido y sin desgastar el asfalto. Una de ellas es mía. Apenas se mueve, apenas se mezcla con el resto. Es una sombra de mierda, pobre y solitaria.

Entro en un bar. Desayuno en él desde hace años. Café solo, zumo natural. Aquí tienes, tres cincuenta. No hay un saludo antes. Ni una cortesía, ni una oportunidad. Tan sólo una mirada silenciosa, más una afirmación que una pregunta. Lo de siempre, el precio, el cambio. Me trago mis preocupaciones con el café, las olvido con el polvo diluido del zumo. No quiero acabar como estos vasos, vacíos y sucios.

En el bar, la gente habla para dar fe de su presencia. Hay siete personas, aun es pronto. Tres chicos jóvenes terminan una noche larga. Dos cazadores afinan su puntería con unos pelotazos de aguardiente. Una pareja discute sobre el mejor camino para llegar a su destino. Si a mí me importan poco sus conversaciones, a ellos les importa aun menos mi estado. Pero aun no estoy muerto, así que intento entablar una conversación. Después de algunos esfuerzos consigo algo: me pasan el periódico. Habla de lo de siempre. Alguien se ha lesionado jugando un partido. Un nuevo fichaje para el equipo local. Y ahora, los deportes. Eso es todo lo que obtengo del desayuno. Además del café y el zumo. Tres cincuenta. Gracias.

Me niego a aceptarlo, así que sigo intentando descubrir si soy sólido para alguien y me encamino al parque. Qué estúpido error. Aquí debería haber parejas de enamorados que me ignorarían alegremente, perdidos en su mundo de flores, pájaros y vidas que no existirán nunca, soñando con un futuro que sistemáticamente les será negado, bendita ignorancia de la juventud. Pero no hay besos y caricias bajo la ropa en el parque, sino ancianos derrotados, inútiles sociales que gritan en silencio que aun tienen mucho que dar y que ansían recibir, pasos cansados y polvorientos dando vueltas a una noria que se secó hace tiempo. Me quiero acercar a alguno de ellos, interrumpir su letanía de migajas de pan a las palomas, pero las palabras que escapan de sus labios son de añoranza, de pérdida, de nuevo de olvido. Tan sólo les quedan recuerdos distorsionados, visiones de lo que pudo haber sido su vida. Me alejo de ellos deprimido y cansado, contagiado de senectud y ropas gastadas.

El día pasa, quiera o no. Me alimento de negaciones y mentiras, intentando convencerme de que el planeta seguirá girando cuando yo haya desaparecido. Como si me importara. Y cuando cae el sol salgo de nuevo de casa, ansioso, hambriento de contacto humano. Vivo en una ciudad, por el amor de dios. Esgrimiendo una sonrisa de farol entro en bares, benditos albergues de acogida. Con el nerviosismo de los desesperados me acerco a la barra y pido una copa, y luego otra y otra. Ahogo el alcohol en mi tristeza, confiando en que no ocurra exactamente lo contrario. Me solidarizo con los borrachos alegres al principio y con los fracasados después. Los primeros ya me han dado la espalda con sus chistes cerrando a su alrededor un círculo incomprensible e impenetrable. Los segundos me intentan arrastrar a sus vidas como poseídos por una deidad macabra y cruel, y huyo de ellos confinando mi alma a un rincón oscuro, acurrucándome en un rincón en el que las sombras se acumulan y me gritan exigiendo su tributo en lágrimas. Corro hasta mi casa, a mi propio rincón, donde los monstruos ya me conocen y me tratan con benevolencia. No puede pasarme esto, no quiero, no debe ocurrirme. No puedo haber soportado la vida para nada.


Despierto en el rincón. Al menos, lo hace una parte de mí. Una de mis piernas no existe. Me apoyo en ella y me mantengo en pie, aunque sé que no debería poder hacerlo. La historia de mi vida.

Como es lunes sigo mi rutina habitual, más por hábito que por necesidad. Me afeito. Me doy una ducha. Desayuno un tanque de café y me tiemblan los dedos antes de que me haga efecto. Fumo un cigarrillo, tengo unas ganas terribles de fumar, porque aun no veo el humo dentro de mi pecho y, cuando ocurra, no sé si seré capaz.

Me visto. Portal, vecino, cabeceo indiferente y a la puta calle. A sobrevivir. Primero un paseo bajo el cielo plomizo y negro. Luego el metro, atestado y silencioso como un rebaño de muertos vivientes. Por los altavoces indican mi estación, y me abro paso mientras espero escuchar quejidos, miembros que se arrastran y voces de ultratumba a mi alrededor, como siempre. Pero eso nunca ocurre.

Llego a mi puesto de trabajo. Una máquina indica que me he sentado en mi puesto, y otra me sugiere que ya puedo empezar a trabajar. Me afano en mi cubículo con un papel tras otro, una llamada tras otra. De vez en cuando pasa el granjero a mi lado para comprobar si he puesto los huevos suficientes. Como hoy voy un poco lento, me pega la bronca. Sí, señor, no volverá a ocurrir, señor. Que le jodan, señor. Y sigo con mis papeles, mis llamadas y una profunda rabia gestándose en mi interior. Pausa para el almuerzo. Quince minutos. Yo prefiero salir a la calle y fumar un cigarrillo, junto con el resto de reclusos. Un compañero se me acerca y me pide fuego. Iniciamos una conversación genérica estándar. Qué tal todo, hace frío hoy, vaya mierda de lunes. Cuando entramos de nuevo me dice “hasta luego, Julio”, y casi me echo a reír. Yo no me llamo Julio, joder.

De nuevo en mi puesto. Papeles, llamadas, y unas terribles ganas de llorar que apenas si puedo controlar. Me tiembla el pulso y la voz, y aporreo el teclado hasta que lo hago botar. Aferro el teléfono con tanta fuerza que mis dedos deberían estar blancos. Si existieran. Si estuvieran ahí. Recuerdo que estoy desapareciendo, que unos guantes finos ocultan mi ausencia, que nadie me recordará si nunca he existido. Me pregunto qué ocurrirá con mi puesto, con los clientes a los que atiendo, con los compañeros del trabajo. Me pregunto si alguien me echará en falta, si la semana que viene esta silla estará ocupada o simplemente se habrá desvanecido, me pregunto cual ha sido mi pecado.

Y entonces alguien se presenta a mi lado y me dice que estoy perdiendo el tiempo, que el trabajo se me acumula, que despierte, que espabile. Aferro el teléfono con tanta fuerza que es una extensión de mi brazo. Veo como alguien se levanta y, completamente fuera de control, tira de los cables y golpea al coordinador de mi grupo. Luego agarra la pantalla del ordenador y se la tira encima,  golpeándole en la cabeza, haciendo que salten trozos de vidrio, de plástico, gotas de sangre y silicio que salpican el suelo y las paredes. Oigo gritos. Ese alguien soy yo y me veo en pie, desprotegido, desnudo, con un hombre sangrando y sollozando a mis pies. El corazón me late con violencia, la sangre se agolpa en mis oídos hasta que no oigo otra cosa que su ritmo acelerado. El silencio se hace físico a mi alrededor, no oigo los murmullos de los demás, que poco a poco se acercan a atender al herido, esquivándome, mirándome con recelo y desconfianza. Salgo corriendo de la sala, del recinto, hasta la calle y las sombras que la pueblan, y sigo corriendo sin mirar atrás. 

¿Habré matado a un hombre? Le he tirado encima un monitor grande y pesado, pero la sangre la habrán producido los cortes del cristal. No creo que lo haya matado. No creo. Pero me doy cuenta, y no me avergüenza admitirlo, que una parte de mí desearía haberlo hecho.

Camino por la calle con paso firme y decidido, la violencia me rodea como el halo de los ángeles y los santos. La determinación de matar a un hombre nos vuelve arrogantes, fuertes, indestructibles. Poco a poco, la adrenalina desaparece y se lleva la euforia con ella. Poco a poco pierdo el color y recupero el paso lento y cansado de la desdicha. La ira deja un vacío en mi estómago, un hambre familiar que no desaparece. Enciendo un cigarrillo y lo consumo en tres caladas, tengo el mismo color y consistencia del humo que exhalan mis pulmones.

No tengo a donde ir. No quiero ir a mi casa, a mi cuarto, no quiero que me absorban las sombras de las esquinas, no quiero acurrucarme en un rincón y dejar que el tiempo me consuma. Pero todos los caminos conducen al mismo lugar, a uno en el que no existo, a un vacío en el que no me encuentro. Deambulo sin rumbo hasta que cae la noche, hasta que la gente me abandona y sigue ignorándome desde sus ventanas. Las luces se encienden, pero su luz no me ilumina, me esquiva, jugando conmigo, riéndose de mí, sabedora de que su existencia es tan limitada y tan ajena a su voluntad como la mía propia. Me siento en el suelo, y entonces me doy cuenta de que no soy más que un torso y una cabeza, todo razón, corazón y pasiones, sin nada a lo que agarrarme. Me levanto y al cabo de un rato vuelvo a estar sentado, pero con una botella a mi lado. Bebo tragos cortos y pausados, nadie me ve beber, nadie ve mis brazos que no existen, nadie me ha visto vivir nunca. No he amado a nadie, y el mundo me ha correspondido. Hoy no hay estrellas en el cielo, tan sólo un manto inmenso de vacío. Nadie se fija en estas noches, así que brindo por ellas, saboreando el alcohol, dejando que me queme por dentro. Aun siento el calor que baja por la garganta y un intenso dolor en el nudo de nervios que es mi estómago. Dios mío, aun lo siento.


Los primeros rayos del sol me encuentran tendido sobre la hierba de un parque. La luz invade mi campo de visión resbalando entre las hojas de los árboles a cámara lenta, una marea espesa y luminosa, eterna e inexorable. Siempre amanece. Y siempre lo hará, aunque yo no esté para verlo. En ese preciso momento, mientras el día gotea sobre el mundo como sangre caliente, recuerdo un lugar, una pregunta y quizá una respuesta. Me levanto y camino hacia la iglesia en la que, dicen, fui bautizado.

No soy una persona creyente. No es que no esté afiliado a una religión, es que no hay nada en lo que crea realmente. Hasta la amistad o el amor requieren una dosis de fe que soy incapaz de sentir. Así que no soy una persona creyente, padre, pero aun así quiero hablar con usted, porque si hay un lugar en el que dicen que alguien va a escucharte, es un confesionario.

Camino hacia el altar, me desvío a la izquierda. Me arrodillo en el lugar apropiado. No padre, hace siglos que no me confieso. No, padre, no creo en Dios, pero por dios que necesito creer desesperadamente. Necesito una respuesta, un consuelo, saber que el sufrimiento de la vida tiene un motivo. Necesito creer que una vida mejor es posible, aunque me esté vedada, aunque no pueda acceder a ella. Necesito saber, no pensar, que no estoy desapareciendo.

Y tengo algo para negociar, padre. Le entrego mi alma, mi existencia, todo mi ser. Le entrego mis miserias y mis lágrimas. Haré todo lo que me pida. Rezaré, me golpearé con una vara, les entregaré mis posesiones, ayudaré a mis semejantes o lo que sea que ustedes quieran a cambio de la fe. Pidame lo que quiera, padre, lo que quiera.

¿Es con usted con quien tengo que hablar? ¿No puede pasarme con su superior? Apenas medio cuerpo y unos días de vida quizá no sean suficientes. ¿Quieren que predique en su nombre? Me lanzaré a la calle a gritar que su fe es la única que existe, la única que importa. Entraré en los colegios a convencer a los niños de que sean buenos cristianos, de que crean en ustedes. Ya sé que no soy un buen ejemplo. He cometido pecados, aunque no sabía que lo fueran. No he ayudado a quienes lo necesitaban, no me he preocupado más que de sobrevivir. Pensaba que tenía poco y que no merecía la pena compartirlo, no sabía cómo hacerlo ni a quién ofrecerle mis carencias. Dígame que basta, padre. Me arrepiento de todo lo que he hecho, incluso de aquellos pecados que no he cometido. Rezaré hasta morir, padre, se lo juraré por lo que usted quiera.

Pero claro, detrás de las maderas que ocultan el interior del confesionario no hay nadie y nunca lo ha habido. El contestador automático dice que rece unas cuantas oraciones y que vuelva el domingo que viene. También dice que la verdad no es para los desesperados, sino para los ilusos. Que mi oscuridad no vale nada. Que como puede ver a través de mi cuerpo, mi alma se le antoja frágil y barata. Que soy una persona escasa, que no me da tiempo a ofrecer una compensación adecuada. Que no puede ayudarme, y que me vaya a la mierda y deje espacio para chantajear a los pecadores. 

Así que me levanto y salgo de la iglesia vacía, con sus estatuas arrodilladas en las esquinas, sentadas en los bancos y muertas tras los altares. Salgo a la calle cuando empieza a llover sobre mi ropa, mojando lo que no hay debajo, y miro al cielo para que las gotas resbalen como lágrimas.

Me queda caminar. Y la lluvia, y estar sólo. Siempre que pienso en la ciudad la veo como se presenta ahora ante mis ojos. Húmeda, oscureciéndose lentamente, vacía como un cementerio en el que las hojas de los árboles deambulan por las calles como fantasmas.  

Elijo ser una hoja de castaño. Los bordes de mi cuerpo me permiten doblar las esquinas y deambular de una calle a otra con calma, observando todos los detalles. La avenida principal apesta a humo y a velocidad, así que elijo el casco antiguo y los callejones. Allí deambulo con las ratas y las bolsas de basura, escondiéndome en las sombras cuando se acerca alguien más alto y más corpóreo que yo. Aquí los sonidos marcan el paso del tiempo, las obras y los negocios por las mañanas, la pausa ajetreada del mediodía, la somnolencia de las tardes y los vagabundeos erráticos por las noches. A veces me encuentro a alguien que está perdido, a ratos soy yo y a ratos son los demás. Risas, conversaciones a gritos, meados en los rincones y alguien vomitando su vida entera boqueando en busca de aire fresco. Que no existe ni será encontrado nunca, no en estas calles, no en esta ciudad, no en este mundo en el que desaparezco.

El aire me lleva aun más lejos, al extrarradio, a las tiendas abiertas de forma permanente, a los bares de alterne y los vendedores de otra vida. Elijo a uno de ellos. Me da igual, tú véndeme algo. Pago religiosamente. Lo pruebo y resbala por mi interior como el humo de una fábrica, hasta el interior de mis pulmones, que no existen, saliendo entre los botones de mi abrigo y volviendo a la calle, arrastrándome de nuevo como la hoja que soy, de castaño, de las que vuelan y giran en las esquinas. Y así pasan las horas. Y anochece de nuevo por última vez, y me doy cuenta de que estoy en mi antigua casa, en la puerta que aporreaba de pequeño para que me dejaran entrar cuando volvía del colegio, la puerta en la que me sentaba a esperar por las mañanas, después de una noche larga de fiesta y alcohol. La puerta que una vez se cerró cuando me marché prometiendo volver de vez en cuando, una de esas promesas estándar que se hacen sin la menor iintención de cumplir. Llamo casi por inercia. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Mi madre me lleva hasta mi cuarto. Es una mujer mayor, de rostro amable, siempre surcado de arrugas, siempre envejecida por la vida y las derrotas que ha asumido una detrás de otra. Mi cuarto, por el contrario, sigue siendo el hogar de un niño, lleno de objetos de un valor incalculable, apilados uno encima de otro según su precio se devaluaba por el abandono y la desidia. Cuanto los he echado de menos. A todos, a todos ellos. Desde los cuadernos de cromos, siempre incompletos, hasta mis primeros juegos, los que no existían. Los juguetes vinieron después, los que me compraban para sustituir la imaginación que iba olvidando poco a poco. Luego llegaron los videojuegos, para devolverme aquellas fantasías de niño sin hacerme sentir incómodo. Y finalmente todos fueron sustituidos por mi presencia, tan inmensa que ya no soportaba las estrecheces de un cuarto infantil.

La cama sigue siendo la más segura del mundo, esa en la que te puedes esconder cuando te acechan los monstruos, la fortaleza impenetrable, el último refugio. Me tumbo en ella haciendo crujir los muelles, respirando el aroma de polvo y sueños que me dejé allí olvidados. Y mi madre entra en el cuarto, con una buena taza de caldo humeante y una sonrisa de preocupación en el rostro. Siempre me ha perdonado todo con una taza igual, de las que te abrasan la boca y te calientan hasta los rincones más perdidos de la memoria. Sabe que soy yo, su hijo, aunque apenas puede verme, oculta detrás de unas gafas enormes y una vista agotada. Sabe que soy yo, me siente debajo del abrigo y del vacío de dentro. Deja la taza en una mesita, quizá sabe que apenas si quedan labios en mi rostro desdibujado.

Soy yo, madre. Y me marcho, como la otra vez, para no volver. Sólo quería despedirme de alguien, y he terminado aquí, en tu casa, en mi casa. A pesar de lo que me ha ocurrido, he encontrado el camino. A pesar de tu ausencia y de mi desprecio, a pesar de los cambios que ha sufrido el barrio y de los callejones que ya no existen.

Gracias por estar aquí, madre. Sé que te cuesta verme, sé que apenas puedes escucharme. Sé que dejaste el mundo justo antes de nacer, al igual que yo, pero elegiste vivir a pesar de todo, aunque sabías que no habría espacio para ti en esta ciudad, igual que no lo había para mí en este cuarto. ¿Mereció la pena? ¿Aunque ya sabías la verdad desde el primer momento?

Aquí termina todo. En mi cama, arropado por tus manos rugosas y ajadas. Esta noche no tendré miedo, no tendrás que cantarme hasta verme dormido, ya no hay fantasmas que puedan hacerme daño.

Adiós, madre. Por última vez. Nunca debió haber una primera. Nunca debí dejarte para no volver, nunca debí hacer promesas que no pensaba cumplir. Quizá así no habrías estado tan sola en tus últimos momentos. Quizá así no habrías muerto en una casa vacía, si yo hubiera estado aquí contigo.

Y así yo habría tenido un recuerdo feliz al que aferrarme, el de haberte devuelto algo de lo que me entregaste durante tantos años, un destello de esperanza antes de que los monstruos vinieran a atormentarte. Quizá así yo no habría muerto en el cuarto de mi infancia, en una casa y una vida abandonadas.

Apenas puedo pensar. No me he quitado el abrigo, así que pronto sobre la cama no quedará más que un montón de ropa usada. Sobre la mesilla de noche se verá un cuenco de agua enmohecida y lleno de vida, y sobre la puerta de entrada los restos de un último empujón, como los de un niño al que le cuesta doblegar unas bisagras oxidadas. Aun siento la lluvia golpeando la calle, aun oigo a las nubes acercarse a mi ventana, curiosas y tímidas, mirando de reojo a alguien que no está allí. Mis pantalones se desinflan como las ilusiones de un adolescente hasta quedar perfectamente planchados sobre las sábanas. El abrigo sigue el mismo camino pero más despacio, con lástima y resignación. Quiero cerrar los ojos, la costumbre antes de dormir, pero descubro que ya no tengo párpados, que hace rato que no veo ni el techo ni el papel de las paredes. Ya no oigo la lluvia, aunque sigue con lo suyo ahí fuera, donde el mundo gira, donde las personas corren a ninguna parte y proyectan sombras unas sobre otras. Me marcho para no volver, siempre ha sido inevitable. El abrigo exhala un último suspiro casi sin querer. Y todo termina.

Para siempre. Mientras el mundo gira, las calles se mojan y los ancianos se lamentan. Y si ya ha terminado, entonces…

¿Entonces qué?

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A veces a todos nos gustaría desaparecer. No importa lo bien que te vayan las cosas, antes o después, llegará un momento en el que te gustaría poder desaparecer, como si nunca hubieras existido.

Es uno de esos relatos escritos a base de arrebatos. No he vuelto a escribir ninguno así.

El título hace referencia a los cinco estados emocionales por los que pasa una persona que, por ejemplo, recibe la noticia de que padece una enfermedad grave y va a morir en breve. Negación, Ira, Negociación, Depresión, Aceptación.

Creo que es una referencia mal utilizada. Las personas que lo han leído no han visto la relación, así que he cometido algunos fallos en ese sentido. 

Una de ellas me preguntó si era un principio, si realmente no pensaba escribir más. Quizá el final sea algo ambiguo, pero realmente, no pretendía expresar más que lo que aparece escrito.

¿Y ahora qué?

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